El 26 de abril de 1986 el reactor 4 de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, a unos 18 kilómetros de la ciudad ucraniana de Chernóbil, se sobrecalentaba provocando la explosión de su núcleo.
El origen del desastre se desencadenó por unas pruebas de corte de suministro eléctrico en la central. Los técnicos querían comprobar que, en el caso de fallo en la red, se podía mantener la electricidad suficiente para refrigerar el reactor hasta que comenzase a funcionar la energía auxiliar.
El resultado fue la explosión del hidrógeno acumulado en el núcleo del reactor, lo que provocó la expulsión de materiales tóxicos y radiactivos en una cantidad 500 veces mayor a los generados por la bomba de Hiroshima. Toda la zona fue evacuada por el Ejército Rojo durante los días siguientes, pero se esperó demasiado y gran parte de la población se vio afectada.
De forma directa el accidente causó la muerte de 31 personas, pero los efectos más devastadores son los indirectos. Los informes realizados desde entonces no se ponen de acuerdo en los números, pero siempre se cifran en miles los muertos y enfermos de cáncer por la exposición a la radiación, una radiación extendida a varios países a pesar de las medidas de protección que se adoptaron.
Entre esos miles destacan los llamados ‘liquidadores’: especialistas científicos, obreros, bomberos y militares que trabajaron en las labores de descontaminación para minimizar los daños de la catástrofe. Unas 600.000 personas, de las cuales, varios miles han muerto y otras sufren graves problemas de discapacidad a consecuencia de la radiactividad.
A pesar del horror y el miedo a otro episodio similar, la necesidad eléctrica del país provocó que el resto de reactores de la central siguiesen funcionando hasta su cierre definitivo en el año 2000.
La zona de exclusión, unos 30 km alrededor del accidente, alberga aldeas y ciudades fantasma como Pripiat, hogar de los trabajadores de la central. Los turistas que la visitan aún pueden ver como ondea la bandera soviética en los edificios que quedan en píe, como símbolo del día en el que se paró el tiempo en la que fue conocida como la ‘ciudad del futuro’ de la URSS.
Fuente SINC
Un equipo de investigación internacional liderado por la Universidad de Almería ha determinado la utilidad de la silicona para detectar la presencia de contaminantes procedentes de la combustión de combustibles fósiles, como la que producen los coches. Los expertos evalúan cinco posibles captadores de estos agentes nocivos y establecen un método barato, que no perjudica la actividad de la colmena, para medir la calidad del aire a unos ocho kilómetros a la redonda.
En los últimos años, se viene discutiendo la importancia de crear una ética, tanto en la creación como en el uso de la Inteligencia Artificial (IA), en el entorno digital. La importancia de este tema quedó patente durante el 2º Foro Mundial sobre la Ética de la Inteligencia Artificial, celebrado los días 5 y 6 de febrero de 2024 en Kranj, Eslovenia, donde se congregaron científicos, expertos, especialistas y empresarios. En el evento se compartieron múltiples experiencias que buscaron integrar las perspectivas del sector privado, el académico y la sociedad en general, con miras a establecer una normativa ética global que regule la creación de un ecosistema de IA responsable, en beneficio de toda la población.
Los expertos advierten del impacto del uso del suelo en la capacidad de retención y recarga de los acuíferos. Los cambios en el paisaje, especialmente en las cuencas hidrográficas, están alterando la tasa de infiltración de la precipitación, afectando directamente la cantidad y calidad del agua disponible para consumo humano y otros usos.
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Un nuevo estudio confirma que 2023 fue el año más cálido registrado, con una temperatura media global cercana a la superficie de 1,45 °C por encima de los niveles preindustriales. Según el organismo, una vez más se han batido récords con respecto a los niveles de gases de efecto invernadero, las temperaturas en superficie y en los océanos, el aumento del nivel del mar y el deshielo.
Un informe de la Organización de Naciones Unidas indica que en 2022 se produjeron un total de 62 millones de toneladas de residuos electrónicos, lo que supone un 82 % más que en 2010. Según el documento, esta cifra va camino de aumentar un 32 % en 2030 si no se toman medidas.